lunes, 15 de mayo de 2017

Hoy os quiero contar como aprendí a no dejar de ser yo.

Comenzaba el curso, pero a diferencia de años anteriores, no me encontraría con mis antiguos compañeros, sabia que mis amigos no estarían allí para explicarme las anécdotas de sus vacaciones y tampoco yo podría explicarles todas aquellas experiencias vividas en el hospital.
A mi vuelta a la vida sumábamos un cambio de residencia, mis padres por fin habían conseguido materializar uno de sus sueños siete años después de abandonar su pueblo natal, conseguían dar el primer paso para comprar su vivienda, aquel piso fruto del esfuerzo, aquel sueño que hoy sigue siendo su hogar y el punto de encuentro familiar.

Comimos un puchero de garbanzos sobre aquella caja de herramientas de madera, sin sillas ni muebles en aquel piso totalmente vacío que esperaba aún una mano de pintura i algunos retoques antes de poderlo habitar, aún así, nosotros ya estábamos allí, los cuatro especialmente ilusionados, viendo que teníamos nuestra casa y aquel puchero, sin ser conscientes de que faltara nada más, aún estando el piso completamente vacío, valorábamos lo que teníamos.

Aquel primer día de tercer curso de EGB,  con las clases ya comenzadas, era para mí, una temerosa aventura, me adentraba de nuevo en lo desconocido.

Comenzaba mi nueva vida en aquel patio del colegio, minutos antes de las nueve, las puertas de acceso aún cerradas y todos los chicos formados en filas, clasificados por curso y ordenados por altura, con la mano derecha extendida y apoyada sobre el hombro del chico de delante, mientras sonaba la música y se izaba la bandera nacional. Jamás había vivido algo así.

Destacaba en aquel entonces por ser un niño especialmente enclenque, consecuencia de mi enfermedad, falta de apetito y aquella anemia que me acechaba continuamente, especialmente delgado, pecoso, pelirrojo y con el pelo bastante largo para disimular aquellas grandes orejas. Justo me quitaba aquellos pelos de delante de los ojos echando mi flequillo hacia un lado con la mano derecha, aquel gesto que me caracterizaba especialmente en mis partidos de futbol, apenas un segundo para liberar mi frente de aquella melena que acariciaba mis ojos, cuando de repente, toda mi cara retumbaba tras aquella ostia, descomunal y desproporcionada, mientras me pitaba el oído alcanzado por la fuerza de aquella enorme mano y apenas podía distinguir las palabras que aquel profesor me gritaba: " Mientras se iza la bandera ni se parpadea". 

Los sentimientos se cruzaban mientras las lágrimas se desplazaban por aquella cara dolorida, sin atreverme ni tal solo a secármelas mientras seguíamos en formación militar. Sin mis amigos, sin mis padres, había llegado allí temeroso pero ilusionado y en cambio ahora estaba asustado, muy asustado y con aquel sentimiento de culpabilidad por haberme movido, por desconocer las reglas y haber sido recriminado por la autoridad.

Aquella era la primera ostia que yo recibía, pero también fue la última, guardé silencio y jamás conté a mi padre aquella desagradable experiencia. Durante los primeros días aquel niño de siete años miraba aquella caja de herramientas que sirvió de mesa aquel mismo día, consciente que albergaba un enorme martillo y soñaba en que algún día crecería lo suficiente para golpear la cabeza de aquel energúmeno. Sin embargo, a medida que me iba curtiendo, a medida que iba creciendo, lo fui olvidando, le compadecí hasta llegar al punto que cada vez le estaba más agradecido, no porque apreciara aquella acción, pero si por lo que con ella había aprendido,

Especialmente aprendí de aquella ostia, que aquel no era el camino, aprendí que la aplicación de la fuerza sobre el débil causaba dolor. Jamás me volvieron a pegar, y jamás le pegué a nadie, formé parte de pandillas en entornos complicados, donde no era fácil evitar la violencia, las peleas estaban al orden del día, sin embargo aquella lección, aquel odio contenido me sirvió para no responder nunca con algo que no me gustara recibir.
Prefería siempre mediar, dedicarme a comprender, a escuchar, a ceder y a convencer, pero sobre todo me enseñó a ganar y perder. Aprendí que las cosas no se consiguen por la fuerza sino por el esfuerzo, y que el éxito no se consigue pegando a alguien indefenso. Aprendí sobre todo a no hacer nada que no me gustara, aprendí a no dejar nunca de ser yo aunque tuviera motivos para actuar como los demás.

Aprendí a valorar, la forma en que mi padre, criado también en aquel entorno donde la fuerza bruta era el modelo de la implantación de la disciplina, jamás me había puesto una mano encima, sin estudios, con una educación justa, me transmitió durante años los mejores valores, predicando con el ejemplo, sin usar jamás la violencia y enseñándome el camino correcto, aquella ostia desafortunada de aquel desalmado profesor, me sirvió para valorar años después lo que durante años mi padre me había trasmitido, GRACIAS PAPÁ.